El día se deshace en esfumados trozos irreconciliables
hasta que un renovado capricho sideral
inaugure el viejo y cotidiano desafío de la permanencia.
Un aluvión de crepúsculo que se despliega desde el oeste
termina por operar el vuelco
de una rezagada claridad de tarde
que se obstina en impregnar las cosas
como si no aceptara la derrota de la luz.
Un parque es el Edén ciudadano
en medio de un desierto sin fluctuaciones de la arena
y a falta de otros consuelos posibles.
Un pequeño mundo de hierbas suicidas
un laberinto de calzados
impresos en polvo de ladrillos.
Los árboles
son el encuadre que un embaucador urbanístico
puso como límites a las pupilas
que se prolongan con la ilusión que la distancia
los justifique de no ver el más acá.
Viejos y amantes
se disputan el monopolio de los bancos
con la languidez triste del que decide mezquinar la última sonrisa
o con un temblor de caricia que intenta perpetuar el ahora.
Entretanto los hombres encienden sus lámparas
ignorando que se prolonga el rito de incendiar la noche
desde la temprana alborada del mundo.
Pero en un presente de estrellas invisibles a los sentidos
con lámparas que no son aquellas del levítico
que debían estar siempre encendidas
en la puerta de la tienda sagrada.
La Luz y la Presencia
es símbolo mítico de las moradas que no están vacías
los sagrarios herméticos
el hueco donde los hombres gravitan alrededor de la lumbre,
Y así,
mientras ellos reinician los prolegómenos del sueño
decido abrir mi alma a la extensión del desvelo
despertar a una vigilia consagrada
sombra de aves vespertinas soltadas al vuelo
de párpados que no se cierran.

Olga Maria Sain
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