Era casi nada, un pespunte ondulante de mal trazado
entre nudos de un tosco hilo en la seda desgastada.
Pero eso bastaba para aventar gritos en el polvo de las cunetas.
¿Su nombre?
No tenía nombre, ni país, ni siquiera un idioma,
no tenía sueños que tejer, solo un fragmento de vida,
un aliento sincopado en la fatiga del hambre, la sed y el ansia.
Y sin embargo...
el alma intacta brillaba en las costras de su piel,
en la rojez de sus ojos quemados por el sol.
Lava sus manos en los charcos,
humedece su cabello cuando cae la lluvia,
limpia su traje raído hasta las costuras en los setos.
La lealtad le libera de ciénagas adornadas,
de suscripciones de una lápida.
Su tumba será el horizonte, bajo las rocas,
en las ruinas de un santuario, olvido del tiempo, desahucio de dioses.
Solos él y la nada envuelta en el reflejo de la luna sobre el rocío de la noche.
¿Quién comprende la locura cuando traspasa su propio límite?

Olga María Saín
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