Parece que la débil lluvia hiciera pedazos el pozo añejo de una nostalgia
que cuelga de mi primer minuto y lo diluye,
lo hace cristalino poco a poco con largas pausas
para no entorpecer la afluencia de su ser y su estar.
Se torna transparencia aquello que era negrura,
lodazal de un éxtasis perdido entre invisibles grietas.

Parece que se filtra el agua en la argamasa de sus muros,
desgastando su dureza minuto a minuto
tanta que ha hecho huecos que hoy son ventanas
que dejan que se filtre la luz sin barreras hasta expandirse en una cascada,
en un abanico en reflejos de plata en la bruma, esa que no deja todavía que se corra el velo de la pendiente del barranco; porque la quietud es quien rige el bienestar del ahora.

Ahora.  Un día gris, para el recogimiento, para el encuentro hermanado,
para beber la vida desde el subsuelo que la sujeta.
¿Y la nostalgia?
Se tamiza entre sonrisas, suaves, aniñadas, sorprendidas del color que visten,
saltando uno a uno los escalones de su libertad.
Un vuelo que desprende plumas sobre las torres, junto a las campanas que suenan.
El abril la saluda desde las hojas que caen, algo aturdidas por su insistencia.
A veces rompe tiempos y el badajo inquieto no quiere detenerse hasta convidar a las otras, a las otras campanas en una polifonía que despierta al que duerme.
El desayuno caliente humea y un olor a pan tostado perfuma el ambiente.

Olga Maria Sain 
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