Hay cercos que se angostan en su anhelo de ser abrazo,
enturbiando lo insaciable de su sed.
Enmudece la voz, desconvocan el verbo,
los significados, quebradizas máscaras, piel de arenales...
La mano tiembla en su contorno
en su alambre de espinas, en sus oxidadas púas.
Pero ya no es dolor, es instancia de renuncia,
súplica de una locura como tacto de caricia.
El látigo aquieta la furia para ser horca en el vacío,
y el vacío le presta lágrimas para demorar la muerte.
Dejo mi caudal en la rambla de la umbría,
en el hielo vespertino como semblante de una lápida.
No soy yo quien la habita,
es aquélla, la que se hizo rea de su destino,
y promesa inviolable de su honor.

Olga Sain .
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