En las teclas de un piano, una luna tímida,
casi violeta se funde con la música
ahora en una interminable pausa.
Unas manos que descienden y solo se apoyan.
Silencio
Las armonías se sueñan en el papel escrito que reposa en el atril.
Lo posible se queda anclado a los cánticos de cielo.
Intento acariciar esa mano,
- se quebró en el último acorde el corazón que la impulsaba -
El pedal perdió sus fuerzas y se fue desvaneciendo el último vibrato,
sordina sobre la nieve.
Amanece.
Se oyen gritos en la calle algo lejanos, niños que cantan.
Las cuerdas del armazón se despiertan de su sueño
y vibran al unísono, muy quedamente,
apenas un susurro que nadie puede oir.
Una anciana deja sobre las teclas una rosa roja.
Olga Maria Sain
©Derechos Reservados
ahora en una interminable pausa.
Unas manos que descienden y solo se apoyan.
Silencio
Las armonías se sueñan en el papel escrito que reposa en el atril.
Lo posible se queda anclado a los cánticos de cielo.
Intento acariciar esa mano,
- se quebró en el último acorde el corazón que la impulsaba -
El pedal perdió sus fuerzas y se fue desvaneciendo el último vibrato,
sordina sobre la nieve.
Amanece.
Se oyen gritos en la calle algo lejanos, niños que cantan.
Las cuerdas del armazón se despiertan de su sueño
y vibran al unísono, muy quedamente,
apenas un susurro que nadie puede oir.
Una anciana deja sobre las teclas una rosa roja.
Olga Maria Sain
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